El domingo 5 de junio un chaval invidente llamado Jose
Luis García y su guía Nacho Jiménez subieron a lo más alto del pódium en
la serie mundial de triatlón paralimpico celebrada en Glasgow.
4 años antes, Jota había perdido la vista y al poco
tiempo decidió que la desgracia le serviría de pretexto para hacer algo
grande.
Aquí iniciamos una trilogía con el objetivo
de transmitir las sensaciones de una persona que se enfrenta cada día al
entrenamiento que supone estar en la élite de uno de los deportes más
duros que existen.
¿Se han atrevido alguna vez a correr con los ojos cerrados?
¿Imaginan cómo es posible mantener la trayectoria adecuada sin puntos de referencia?
¿Han probado a bajar a tumba abierta, a más de 70 kilómetros por hora,
sobre el exiguo sillín de un tándem, en la más completa oscuridad?
¿Han sentido la tediosa agonía de largos y largos en una piscina,
chocando a veces contra un doble muro? (El metafórico de la fatiga, y el
literal que delimita el final de la cubeta)?
En el primer capítulo estaremos con Jota y con Nacho en la carrera a pie.
Pronto vendrán otros dos episodios en los que asistiremos al día a día de este triatleta del club Ecosport de Alcobendas.
La suya es una historia de fe en la gente que le acompaña.
De sudores diarios en toda clase de intemperies.
Pero es sobre todo una historia de alegría, por vivir siempre un punto más rápido que la desgracia que ha dejado atrás.
A Jota, menos conocido como José Luis García, la vida le
trataba razonablemente bien hasta que le envió dos estacazos capaces de
clausurar al más pintado.
El primero a los 23 años.
Un mal gesto al volante y el cinturón de seguridad sin abrochar se
combinaron para dejarle en coma cuatro días, con su brazo derecho
literalmente triturado (“estado catastrófico” fue la expresión empleada
por los médicos) entre el asfalto y el techo del coche.
“Después de 9 horas de intervención, los médicos dijeron a mis padres
que rezaran, que era ya lo único que se podía hacer en ese momento”
Los padres rezaron. Lo que sabían y lo que no. Y la fe y la ciencia y
un cirujano talentoso en un día bueno pusieron la moneda de cara. Jota
se rehízo, con el brazo un poco parcheado pero útil y con renovadas
ganas de vivir esa segunda vida que se le concedía.
Pero tres años después llegó un segundo mamporro, demoledor.
La uveítis, una enfermedad diagnosticada cuando tenía 7 años y contra
la que libraba esporádicas batallas, le condenó (si nuevos avances no lo
remedian) a una ceguera total y definitiva.
En esa
época Jota cursaba estudios de Óptica y optometría en la universidad.
Estudios que abandonó porque (pongan aquí una sonrisilla entre pícara y
amarga del protagonista) “un óptico ciego causaría, como mínimo, un poco
de desconfianza”.
Del lógico desaliento y de todo el
proceso de reaprendizaje que siguió a la ceguera no vamos a hablar
aquí. Baste decir que J inició una búsqueda. Tenía claro que “necesitaba
tocar diferentes palos para comprobar lo que me hacía sentir bien”. Y
muy pronto comprendió que en su vida el deporte sería “un vehículo, algo
que me permitiera estar al cien por cien en todos los aspectos de la
vida”.
Arrancó a correr, y a nadar, y a montar en bici.
“Mi madre me recuerda que después de cualquier entrenamiento siempre llegaba contento, siempre”
Y comprobó que una sola actividad no era bastante:
“En mi cabeza, por dentro, una vocecilla no dejaba de repetirme: tienes que hacer triatlón, tienes que hacer triatlón”
Esa vocecilla había empezado a darle la matraca desde que un día
tuviera en Buitrago, su pueblo natal, el primer contacto con ese
“pasatiempo” hoy tan de moda. Era el año 2011 y aún veía, y se le
grabaron a fuego en la memoria aquellos superhombres que salían del agua
con las pulsaciones desbocadas para seguir sufriendo sobre la bicicleta
y terminar el castigo en una carrera a toda pastilla por las calles
empedradas.
Entre ellos estaba Fran Nieva, bombero del ayuntamiento
de Madrid, su primer guía, el que le llevó de la mano en los primeros
momentos.
Ahora le acompaña Nacho Jiménez, escalador,
entrenador personal y vicioso empedernido del deporte. Con él comparte
horas y horas de entrenamiento y largas conversaciones sobre las cosas
de la vida.
Y también se ha unido al equipo su
hermano Jesús, un tipo de piernas de acero e inquietudes diversas que
van desde la agricultura a la cetrería.
Dirige todo el cotarro el entrenador Ángel Aguado, un
hombre que ya llevaba el triatlón en las venas hace 20 años. Uno de esos
tipos de piel dura y corazón tierno capaces de motivar a cualquier
entidad animal, vegetal o incluso mineral para que se ponga a generar
ácido láctico como si no hubiera un mañana.
Hoy es el director técnico de la selección española de
paratriatlón y el máximo responsable del club Ecosport Alcobendas, el
club de triatlón con más deportistas en sus filas, el club donde Jota y
sus guías corren, nadan, pedalean y, en ocasiones, según algunos
testigos, vuelan en busca de sus sueños.
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